25 de diciembre de 2010

El Bósforo, bisagra de mares y continentes

Estambul es sin lugar a dudas una puerta en Europa a un mundo distinto, y en cinco días hay tiempo suficiente para descubrir infinidad de detalles en sus calles y lugares: son muchas las horas para caminar, descalzarte una y otra vez a la entrada de las mezquitas y asombrarte con el colorido y las formas de sus azulejos y alfombras, admirar de cerca y de lejos sus minaretes rasgando el cielo, oler y probar especias y frutas turcas, entrar en mercados atestados de puestos llenos de género y tenderos de cualquier insólito gremio que todo lo venden, sorprenderte con la vida comercial que el mundo musulmán desarrolla en la calle, escuchar a los muecines serenar con su canto hasta a las almas más inquietas, ver la ciudad paralizarse ante tus ojos por la efeméride de Mustafa Kemal Atatürk o barcos que se desplazan de un lugar a otros como si fuesen autobuses urbanos llenos de pasajeros que han tenido que correr en el último minuto para no perder su "metro", cruzar puentes repletos de pescadores sobre el Cuerno de Oro, sentir la tensión en la Plaza Taksim y hasta verte reflejado en el "ojo de Alá", el amuleto contra el mal de ojo que se vende hasta debajo de la decoración navideña de la ciudad.

La antigua Bizancio y luego Constantinopla es hoy la ciudad más grande y poblada de Turquía, aunque no su capital. Su población metropolitana es de casi quince millones de habitantes, que viven a caballo entre dos mundos separados por una estrecha franja de agua que en algunos puntos llega a ser sólo de 750m de anchura o 36 de profundidad. El Bósforo separa los continentes europeo y asiático, pero permite el flujo marítimo entre el Mediterráneo y el Mar Negro, previo paso de los Dardanelos y el Mar de Mármara. De repente dejo volar la imaginación y me pierdo con recorridos en barco atravesando estrechos, en estas latitudes o más a septentrión.
Acostumbrados como estamos en nuestro mundo ordenado a recibir en las oficinas de turismo montones de folletos que explican todo lo básico en cuatro o cinco idiomas, resulta un poco caótico tratar de saber cómo funcionan los paseos en barco por el Bósforo. Lo lógico pierde su sentido en Estambul, y a salto de mata logramos saber la hora, el precio y lugar del que parten los cruceros. Dedicar casi un día entero a pasarlo sentado en un barco haciendo un mismo recorrido de ida y vuelta parecía a priori perder un poco el tiempo, pero a la postre ha terminado por ser una de las experiencias más dulces de los días en Estambul.
Cuando te alejas del muelle de Kadiköy te despides con nostalgia del perfil tan característico de la ciudad, con las más imponentes mezquitas y sus altos minaretes como estandartes del perfil urbano, pero pronto el mar te envuelve y abraza con su sereno mecer, tu atención se detiene en el Palacio de Dolmabahçe, el muelle y la más que hermosa mezquita de Ortaköy, el barrio de Besiktas y los dos inmensos puentes que se tienden entre Europa y Asia, sólo aptos para vehículos a motor. Paulatinamente van apareciendo barrios residenciales, ciudades conurbadas como Üsküdar e inmensas banderas turcas sobre el perfil de las colinas que caen directamente sobre el agua o, como mucho, a un humilde embarcadero. Nos cruzamos con pequeñas barcas pesqueras y enormes portacontenedores que hacen sonar su señal de aviso. El viento acaricia las mejillas, refresca la nariz y la frente, despeina a los más presuntuosos y libera los problemas de la mente. El olor a mar y el sonido de cormoranes, gaviotas y vencejos buscando alimento entre el oleaje que despierta el surco del barco, te transportan a la relajación. El agua se pierde en tonos azulados con destellos cristalinos mientras desde babor, estribor o la cubierta superior empleamos a fondo los sentidos por lo acaparador que resulta siempre lo novedoso.
Finalmente, tras varias paradas, llegamos a Anadolu Kavagi, donde tenemos tiempo para comer acompañados de perros y gatos de mirada triste y piel sucia, y subir a unas ruinas desde la que, mientras le damos la espalda a una lejana Estambul y al Bósforo, plantamos los ojos en el Mar Negro, que se pierde en un horizonte punteado de grandes barcos de mercancías; momento éste para que la imaginación vuele a Constanza, el delta del Danubio, Odesa, Crimea, Sevastopol y todo un mosaico caucásico que se antoja extravagante y apetecible para cualquier corazón inquieto y ávido de emociones. Le Geografía despierta el sentido de viajar: estrechos, mares, montañas, ríos, ciudades; dondequiera que señales en un mapa habrá un camino por realizar.
La vuelta es más placentera si cabe, disfrutando cada instante sabedores de la inmensa belleza de esta ruta de paso, medio de vida para muchos, y de las imágenes que queremos fosilizar en la retina, como el desgarro que provocan en un cielo cada vez más anaranjado el Palacio Topkapi, las cúpulas y minaretes de Santa Sofía, la Mezquita Azul y la Mezquita de Solimán el Magnífico. Belleza abrumadora la del Bósforo, un capítulo inolvidable del viaje a Estambul.

12 de diciembre de 2010

El pequeño tesoro de Collserola

Hoy estrenamos la variante cicloturista del blog de la mejor forma posible teniendo en cuenta cuáles los ingredientes con los que contamos en Barcelona. Para cualquier habitante de esta ciudad que guste de practicar deporte en bicicleta la Sierra de Collserola es la referencia fundamental: pulmón inmenso a la espalda de la urbe capaz de irradiar verdor por todas sus laderas, distintas posibilidades de ascenso y descenso por carreteras sinuosas, tráfico moderado o casi inexistente, estupendas vistas sobre la ciudad, el mar, el Vallés Occidental e incluso, en días claros, la no tan lejana montaña pirenaica. Para los amantes del senderismo es sin duda la mejor opción para excursiones de un día sin necesidad de traslados; hay caminos para aburrir.

No obstante, el protagonismo escénico y en las guías se lo lleva el Tibidabo- con el Templo Expiatorio del Sagrado Corazón y el parque de atracciones- y, en menor medida, la torre de comunicaciones diseñada por el arquitecto británico Norman Foster. El medio más usual para subir es el transporte público, sobre todo el funicular, que remonta la vertiente oriental de esta montaña como si el desnivel no fuese impedimento. Por conveniencia, cuando pedaleo por estos lares, me viene bien comenzar por Vallvidrera y según el tiempo del que disponga y las ganas que tenga de zarandear la bicicleta, hago unas u otras subidas. Lo que tengo claro es lo que más me gusta de esta ascensión: el tramo que transcurre entre el desvío al parking del Tibidabo y el templo, apenas 800 metros a más del 10% de pendiente media, con dos dobles curvas que son una gozada.

Una de las rutas que menos realizo es la que incluye el paso por l'Arrabassada, el descenso a Sant Cugat, llegada a Cerdanyola, subida al Forat del Vent y nueva bajada hasta Barcelona; justo la que hice ayer, a la que tengo más aprecio. El motivo por el que la hago poco es que desemboco en la otra punta- según dónde vivo- de la Ronda de Dalt y tengo que rodar varios kilómetros por un recorrido que ni es ciudad ni carretera, ni sierra ni llano, con bastante tráfico,rotondas y semáforos. Sin embargo, el argumento que me impulsa siempre a hacerla es un entrañable cartel de madera que complementa a la perfección la nobleza de esta sierra, realizado por un original artista que ni siquiera es de aquí.
El origen está en la dichosa manía que tenemos los ciclistas de hacernos fotos con los carteles de los puertos de montaña, señalando su nombre y altitud. Con esta iniciativa, además, el cartel queda integrado en el entorno y la apariencia estética del lugar es entrañable: alguien ha dedicado su tiempo y sus recursos para expresar su cariño a un lugar, una montaña, una historia. Como éste hay ya varios por el relieve español- algunos de los cuales conozco-, otros han sido destruídos o eliminados, "replantados" y, por supuesto, hay proyectos para otros tantos puertos de carretera. El movimiento se expande y surgen nuevos artesanos que crean nuevos carteles, foros donde comentamos su actualidad y una persona que recopila la información y la organiza en un espacio web... admirable todo. "Ciclismo de madera y viento", "burucarteles".
Pues bien, la tranquila carretera que desde Cerdanyola conecta con Barcelona (Horta) por el Portell de Valldaura, tiene el enorme placer de lucir el cartel de "Forat del Vent", nombre que recibe del paso de una pista próxima. Son sólo 349 metros de altitud tras una ascensión no muy complicada por cualquiera de sus vertientes, pero el susodicho mojón lleva ya más de dos años en el lugar (celebrados como es debido), bien acurrucado a hurtadillas tras el quitamiedos de la carretera, en el olvido del vandalismo y con un estupendo estado de salud. La cara occidental es boscosa, la oriental más soleada y abierta a Barcelona y al mar, pero por cualquiera de las dos subes esperando trazar la última curva y ver esos sencillos trozos de madera con las raspas de pescado que utiliza como "logo" su creador.

8 de diciembre de 2010

Tarragona, química romana

A menudo los prejuicios nos llevan a engaño y es la realidad la encargada de desmontarlos. Tengo que reconocer que el nombre de Tarragona hasta hace poco sólo provocaba en mi cabeza la idea de una ciudad fea; desinformado y sin imágenes en mi retina era esa sucesión de sílabas la que me llevaba a pensar que no habría mucho que ver en ella. Sin embargo, una visita relajada por sus calles es suficiente para desmontar tal error.
Ciudad tranquila en apariencia, esconde una enorme complejidad y funcionalidad metropolitana: desde el punto de vista histórico, durante el Imperio Romano y con el nombre de Tarraco, se convirtió en una de las principales ciudades de la Península Ibérica, lo cual convierte a sus actuales habitantes en herederos de un rico y bien conservado patrimonio. Prueba de ello es la entrada en la lista del patrimonio mundial en el año 2000 de su conjunto arqueológico, principal argumento para la visita turística.
Su ubicación sobre un excelente puerto marítimo ha permitido que el comercio sea un factor decisivo en el desarrollo histórico de la ciudad, siendo actualmente uno de los más destacados nodos comerciales y de transporte de toda España. El carácter industrial de la ciudad se refuerza con la presencia del mayor centro petroquímico del país, cuyas proporciones rebasan desproporcionadamente las de cualquier complejo industrial que podamos imaginar, dejando apenas un triste suspiro entre hormigón y asfalto para que vierta al mar el río Francolí, con un intento de espacio público en sus postrimerías, de esos que están tan de moda a la espalda de las ciudades.
El ferrocarril ha permitido tradicionalmente su rápida y sencilla conexión con Barcelona y Valencia. Recientemente la ciudad se ha dotado en su extrarradio de una estación (Camp de Tarragona) para la línea de alta velocidad que conectará Madrid con la frontera francesa. No es la única infraestructura de transportes en alza: el aeropuerto de la cercana Reus recibe cada vez mayor volumen de turistas atraídos por la cercanía de la capital catalana y los complejos turísticos de sol y playa de Salou, así como el vecino parque de atracciones de Port Aventura. Seguramente en los meses de verano las playas de la propia Tarragona sean un hervidero de bañistas y sombrillas. Ya sabemos, las bonanzas del Mediterráneo se venden de maravilla, aunque de momento el cercano Delta del Ebro parece a salvo del turismo de masas.
Es sin duda el centro de la ciudad, sobre un pequeño promontorio, el que concentra el mayor atractivo para el paseante: restos romanos en abundancia, espacios museísticos, coquetos palacios privados, la Rambla Vella y unas estupendas vistas que se pierden entre las calmas olas latinas, sus finas arenas y un cielo sereno, composición sólo quebrada por el intermitente paso de grandes barcos. Calles, escaleras, fachadas, pórticos, plazas y pequeñas sorpresas ayudan a degustar el camino.
En las afueras, escondido entre los últimos edificios de la ciudad, las nuevas urbanizaciones de viviendas adosadas y la autopista, se encuentra el acueducto romano, ahora recubierto de andamios. Gracias a la pésima señalización y la escasa atención que parecen prestarle las autoridades locales, resulta más fácil echar una rápida ojeada desde la AP-7 que perderse en el bosque que lo rodea. La fortuna del monte mediterráneo es que siempre aparecen "invitados" excepcionales.