30 de julio de 2011

Lago Inle, el cuenco de las esencias (y III)

La imagen típica que las idílicas aguas de este lago reflejan es la del virtuoso pescador en su barca ligeramente combada, tocado con un sombrero cónico y con el remo cruzado entre el muslo, la corva y el tobillo, usando toda la tracción de una pierna mientras la otra reposa y desconcierta al equilibrio, como si fuera un conejo entre leones. Al cabo de un rato cambia de pierna, se sienta en cuclillas o se pone de rodillas, remando entonces con los brazos. Pescan o recogen algas y verduras, pero siempre alejados de la tecnología y el ruido, en un mundo en el que todo se hace con madera o cuerda, a excepción del motor de las barcazas. Incluso parece perder sentido el caminar en un hábitat en el que lo extraño es vivir sobre suelo estable.
Inmutable en modos y medios de vida, el lago descansa en una frágil balanza entre las aportaciones de agua y sedimentos de los ríos afluentes y la explotación que de él y su entorno hacen las más de 200 ciudades y aldeas que lo rodean, desde Nyaung Schwe a Pauk Pa; una presa o algo tan cotidiano para nosotros como talar una ladera para edificar, pueden resultar desastrosos. Mientras tanto, entre jacintos y berros, siempre algún pescador, fibroso y envejecido por la dura vida de trabajo físico sin matices, con arrugas que caen de los ojos y mejillas como un mapa plagado de ríos, está dispuesto a sacudir el agua para que los peces salgan de sus escondrijos.

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