14 de julio de 2011

Yangón... y la humedad es tontería

En el colegio estudiamos que la capital de aquel lejano país llamado Birmania era Rangún, pero ahora ambos nombres han sido sustituidos por Myanmar y Yangón (los que siempre han sonado en lengua birmana), la capitalidad además ha mutado a la desconocida Naipyidó en todo un alarde de inutilidad estratégica y política, y la bandera ha sido renovada por completo. Sin embargo, para los habitantes del país es Yangon, a todos los efectos, la ciudad que lleva las riendas de la república; y cualquiera que haya leído sobre su historia  y observe más que mire se dará cuenta de que tanta operación de maquillaje no consigue más que enturbiar, puesto que absolutamente nada ha cambiado... exactamente lo que la junta militar pretendía.
Yangón te recibe con un golpe de humedad tan fuerte que parece asfixiar tus pulmones por unos segundos y abrir los poros de la piel a machetazos; hasta el reloj se empaña en un ingenuo acto de rebeldía. Parece que de repente nos han emparedado entre la densidad de la vegetación y una capa de nimbos cargados de agua cada vez más verticales y esponjosos; sólo la brisa logra aliviar una atmósfera pesada y abrumadora.
La ciudad se extiende en amplias avenidas cargadas de movimiento: monjes descalzos con sus cuencos en busca de comida, bicicletas cargadas hasta lo imposible, autobuses atestados y furgones en los que hay un cobrador de tanta gente que llevan, peatones que cruzan por cualquier parte y coches que no respetan los pasos de cebra. Este dinamismo, con puestos y quioscos por todas partes, se extiende en la ciudad al ritmo que los birmanos se atan el longyi sobre sus camisas de cuadros y mascan betel, un fruto que corroe sus sonrisas y tiñe de escupitajos rojos las aceras y el barro. Edificios de estilo colonial- descoloridos y conquistados por la humedad como si fuese el paso alterno de un rodillo negro por sus fachadas-, se mezclan con balcones destartalados en calles donde el firme parece haber sido arrancado con una trilladora y el tendido eléctrico colgado por un aprendiz de marinero.
Desde el laberíntico mercado que lleva el nombre del líder revolucionario Bogyoke Aung San, Sule Pagoda Road se desliza hasta Strand Road y Bota Htaung, mientras los más relajados leen en cualquier lugar o duermen sobre la superficie más inverosímil, presas del soporífero mediodía, cuando el sol parece clavarse como un demoledor aguijón sobre el trópico. Esta zona de manzanas oblongas desemboca en el puerto y en un encuentro de ríos color café con leche, igual que bajo sombrillas y techos de madera chocan fuertes olores de fruta ácida, pescado crudo y perros paria olisqueando y bebiendo de charcos corroídos.
Pero el lugar más característico y carismático de esta ciudad es la Pagoda Schwedagon, siempre reluciente desde su colina, apuntando al cielo con sus destellos dorados y abundante en figuras de buda con bombillas de colores detrás de su cabeza, en un desenfrenado e insólito toque kitsch a la religión. Y si hay monzón no hay mejor idea que poner los pies en remojo mientras chapoteamos por entre sus innumerables edificios blancos y dorados.

1 comentario:

  1. Me imagino que es intencionado en el orden de las fotografías el ir alternando la opulencia del dorado con la más absoluta pobreza, fiel reflejo de lo que vieron nuestros ojos. Magnífica la foto del edificio verde colonial con las monjas paseando bajo los paraguas ^_^

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