30 de agosto de 2011

El Pedraforca, la muela del juicio

Una vez me dijo un estupendo profesor que para entender el relieve- y por supuesto toda la Naturaleza- es indispensable pensar en escalas temporales lejos del alcance de la especie humana, hay que contar por miles de años; sin olvidar automatismos de velocidad e inmediatez es imposible comprender cómo cada mínima acción orogénica, geológica o erosiva repetida constantemente durante cientos y miles (y cientos de miles) de años, tiene consecuencias en el retrato del mundo en que vivimos... y destrozamos.
Cuando el enrocado pirineo desciende por el Parque Natural del Cadí-Moixeró hacia la depresión central catalana, llevando las aguas del recién nacido Llobregat, aparece impetuoso el macizo del Pedraforca, emblemática montaña en el sentimiento catalán declarada en 1982 Paraje Natural de Interés Nacional. Mientras nos acercamos sentimos su avaricia, cómo egoístamente se apropia de todo el paisaje y nos conmina a sentirnos pulgas al lado de Gulliver. Tan carismática es que su estampa molar resulta ser el epicentro en la bandera y escudo de la tierra que se apropia de este hermoso paisaje, el Berguedá.
Los dos incisivos que coronan los bosques de abeto, pino y haya (Pollegó superior- 2.506 msnm- e inferior) están separados por un collado de manual, como un abanico que abre dos laderas en descenso vertiginoso sobre rocas desmenuzadas como picadillo por la brutal fuerza del hielo; la conocida como tartera es una rampa de lanzamiento en la que bloques de casi un metro cúbico se deslizan bajo tus pies con la facilidad de granos de arena en una duna de Tarifa.
El monstruo calizo complica el ascenso por su verticalidad, exigiendo más agilidad y concentración que corazón y músculo, sin tregua y con los postigos para el retorno cerrados. Una vez que empiezas a trepar por las incisiones y grietas que surcan como vestigios del viento y el agua sus brutales mantos de corrimiento, no hay más remedio que coronar, con el premio de unas vistas de 360º para admirar todo el Berguedá y un buen pedazo de Cataluña.

21 de agosto de 2011

Mahagandayon, con los hijos de Buda

En algún lugar entre las cuatro capitales reales birmanas (Mandalay, Inwa, Sagaing y Amarapura), a orillas del gran río, el monasterio Mahagandayon reúne todos los días para comer a mil quinientos fieles de Gautama Siddhartha, listos con sus oscuros cuencos vacíos en una línea de hormigas hambrientas y con tan poco pelo que hasta son visibles los picotazos de la difícil vida birmana. Muchos de estos monjes aprovechan su tiempo en el monasterio- un mes, un año, una vida- para formarse en la doctrina y el conocimiento, salvando el vacío que la educación pública deja en un país en el que pagar las almidonadas camisas de los coroneles es más importante que enseñar a leer.
Marmitas de arroz se vacían a ritmo cuartelero. Sentados en el suelo con las piernas cruzadas los comensales tragan en silencio y abandonan los comedores satisfechos, prestos a sus baños y a la lectura de las enseñanzas para el espíritu, en busca del nirvana.
No muy lejos de allí, en el Irrawaddy, se encrespan 1200 metros de madera de teca formando un puente tan esbelto y hermoso que por sí solo forma un paisaje, aunque su entorno no desmerezca del mejor lienzo impresionista. Se trata del puente U Bein; con esa "U" birmana antes del nombre como muestra de trato respetuoso, ganado a pulso.
Los tablones crujen en un arco convexo que se pierde en la orilla contraria; en la parte baja de los pilotes el agua mansa se arremolina, mientras que en sus salientes la madera está resquebrajada por el paso del tiempo, tan anciano que no distingue árboles vivos o muertos. El postre de este suculento pastel nos lo trae el cielo, que amenaza con romperse y desplomarse cuando las grises nubes de tormenta crepitan en esta llanura sin eco, donde el relieve es tan sencillo que las cumbres son las copas de los árboles.

19 de agosto de 2011

Mandalay, mariposas (y II)

En el corazón del interminable descenso al mar del río Irrawaddy, con una llanura de inundación tan amplia que parece un tríptico desplegable que nunca se agota, cualquier accidente geográfico se convierte en una atalaya colosal.
Este es el caso de la colina de Mandalay, desde donde la vista se pierde entre campos de arroz y las no muy lejanas montañas que conducen al ferrocarril hasta Maymyo, localidad de reposo para las élites británicas durante el periodo colonial.
Hoy, los jóvenes más avezados- con una estética que mezcla sus tradiciones con la moda occidental-aprovechan los domingos para subir al mirador y practicar el inglés con los turistas. Espontáneos pero inocentes, se muestran curiosos por la vida fuera de sus fronteras y por lo que sabemos sobre Myanmar, tan conocedores de Cristiano Ronaldo y Lady Gaga como de las trabas que los uniformes militares del gobierno les imponen para alcanzar sus sueños.

17 de agosto de 2011

Mandalay, mariposas (I)

Hay lugares, ciudades, cuyo nombre produce sobresalto, como si su sola pronunciación fuera impactante, vertiginosa o musical. ¿A quién no le produce ensoñaciones oír hablar de Samarcanda?
En el centro de Myanmar, insomne en una llanura calurosa, la eufonía de Mandalay despierta el revuelo de mariposas en nuestro estómago. Antigua capital real birmana, hoy es una ciudad polvorienta, decadente y plagada de casas andrajosas y charcos donde los niños se refrescan mientras juegan. Junto al gran río Irrawaddy, sus calles tiradas a cordel se extienden sin límites, a excepción del frondoso recinto que ocupa el Palacio Real, hoy zona militar.
Flamboyanes con flores rojo pasión se multiplican como luciérnagas que salen de su escondite al adaptarse las pupilas a la oscuridad, o como los tenderetes que se suceden en calles sin fin soportando el ruido de las motos, la lluvia o el más mortecino de los calores.

4 de agosto de 2011

Candelario, piedra y agua

Como si el asfalto y el hormigón no existiesen. Como si el comercio de gran superficie estuviese sólo en las películas americanas. Como si el regadío no hubiese evolucionado desde las acequias musulmanas. Como si para exhibir lo que la naturaleza te ha dado no hiciese falta convertirlo en lujo y parafernalia.
Entre empinadas callejuelas empedradas, peinadas en sus bordes por ruidosas regaderas a los pies de las típicas batipuertas de su extraordinario conjunto histórico, se levanta sobre bloques de piedra Candelario, en las faldas de la Sierra de Béjar. La montaña, mordida por la erosión de pretéritos glaciares, es sólo un extremo del macizo de Gredos, el último grito del viento antes de enfrentarse a las llanuras castellana y extremeña, las Hurdes, la Sierra de la Peña de Francia y los jamones de Guijuelo. Aún así, sobre el Jerte y el Ambroz, la tierra se rebela, pelada, sobre 2.400 metros.
Siempre es necesario volver a los orígenes, recordar lo que somos- el todo y la parte-, volver a escuchar nuestros latidos sobre los verdes que florecieron en la juventud, en lentos paseos conjurados al eco del bastón tras las esquinas. Donde el tiempo se detiene y no marchita, donde el aire fresco te da aliento y fuerza, donde una mirada cansada y vidriosa escruta toda una vida de sacrificios, obstáculos y victorias, donde el alma declara su felicidad con la atronadora voz de la expresión.
Llevaré a mis hijos y nietos a Candelario, y a ellos les contaré historias de la Guerra Civil, de los veranos allí de mi abuelo con sus hermanos, de optimismo y vitalidad, de cómo era el mundo sin prisas...