23 de octubre de 2012

Valencia (y IV). La Albufera, oxígeno para descongestionar

Casi podíamos sentir cómo el tiempo parecía haberse detenido, y eso que sólo nos encontrábamos a diez kilómetros de 800.000 valencianos.
A ritmo de bicicleta habíamos cruzado lo que queda del Turia, enlazado una playa tras otra- tan solitarias en Diciembre que dos perros podrían disputarse su soberanía hasta la eternidad-, habíamos cruzado algunas de las malladas que aún perduran en la barra litoral (pequeñas depresiones entre cordones dunares, considerablemente más húmedas, donde la vegetación prolifera a sus anchas) y escapábamos de la horrenda visión del ladrillo, el Gengis Kan de la costa, también aquí, en uno de los pocos humedales aún sanos de nuestro Mediterráneo.
Nos esperaban el lago de La Albufera- casi 24 km², pese a los continuos drenajes- y su coqueto embarcadero de madera, el maravilloso sol de invierno, los martinetes, cormoranes, garzas reales y garcetas. A nuestra espalda quedaba el vaso comunicador entre mar y lago, la Gola del Pujol. Las bicicletas estaban apoyadas sobre la pared encalada de la comunidad de pescadores, apenas una caseta; en la mochila aguardaban el bocadillo y la fruta, esperando ser devorados. De repente toda Valencia se convirtió en un idilio de pequeñas barcas con sus laboriosos pescadores ocupados entre las redes, una lámina de agua lisa y destelleante, un cielo explayado en azules y quemado en amarillos, aves migratorias expectantes y la profunda sensación de no necesitar más que hincarle el diente al jamón.

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